Un cortometraje no es una película pequeña. Es una historia que no necesita más tiempo para ser contada. Y eso lo hace brutalmente honesto.
Cuando escribí TUPPER, sabía que tenía 17 minutos para plantear un conflicto, desarrollar personajes, generar tensión y cerrar con sentido. No hay espacio para relleno. Cada plano cuenta. Cada línea de diálogo pesa.
El corto te obliga a ser preciso. A elegir. A renunciar. Y eso, aunque duela, te convierte en mejor guionista.
Además, el cortometraje tiene algo que el largo no siempre tiene: riesgo. Puedes permitirte ser más radical, más directo, más incómodo. Porque no estás vendiendo una hora y media de entretenimiento. Estás lanzando una idea. Un golpe. Una pregunta.
Y a veces, eso es más que suficiente